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viernes, 21 de enero de 2022

USURA

Terminamos ayer la cuarta novela de la serie Torquemada, de Galdós, que son estupendas. Tal vez la cuarta más floja, aunque la parte final de la agonía del tacaño y la disputa por su alma la mejora. De Torquemada en la hoguera destaca el tratamiento de la idea, descabellada para un católico, según la cual la limosna, las buenas obras, podrían obligar a Dios. Cree el tacaño que si de repente ayuda al prójimo podrá obtener sin duda lo que pide al Altísimo. Magnífico también, sobrecogedor, el retrato de la vieja sirvienta, su forma de hablar y la personalidad fortísima que bajo su infame apariencia late, capaz de decirle a Torquemada cuatro verdades tremendas y por supuesto de renunciar a la generosidad impostada del usurero.

De Torquemada en la cruz destacan la descripción de la pobreza de la familia Águila y las combinaciones que hace para no perecer literalmente de hambre. Sin que, por otra parte, se les ocurra a las hermanas buscar alguna clase de empleo, puesto que eso sería la definitiva muerte social, la pérdida de la honra, casi peor que la consunción física. Se empieza a apuntar la personalidad problemática, imposible, del hermano ciego, egoísta y enloquecido en su desgracia.

Magistral la pintura del ascenso del usurero en Torquemada en el purgatorio, con la idea fantástica de que ese encumbramiento sea para él, puesto que supone gastar dinero para lograr ciertos fines, un purgatorio, casi nos atreveríamos a decir que una tortura. En eso, el tacaño Torquemada es sincero. Nada se le da de tantos relumbrones de los que prescindiría sin dificultad si así evitara gastar dinero. Pero las hermanas Águila, con las que ha emparentado, se lo imponen. Otra paradoja es que ese mismo encumbramiento le permite acceder a negocios de mucho más fuste y de fabulosos ingresos, pero rabiará por tener que utilizar parte de las ganancias en labrarse una posición social que poco le importa en el fondo, pues carece de vanidad. Puede decirse que su único vicio, su único pecado, es realmente la avaricia más absoluta, la tacañería más enorme, claro que de ahí se deriva la más completa falta de caridad.

Llama la atención como la figura del usurero, la figura del tacaño, del prestamista chupasangres debía ser habitual en el paisaje de la sociedad liberal del siglo XIX, si hacemos caso de su literatura. Tenemos al citado Francisco Torquemada, de nuestro Galdós; a Jean-Esther Van Gobsek de Balzac; a Ebenezer Scrooge del Cuento de Navidad de Dickens; al tío de David Balfour de la novela homónima de Stevenson; al siniestro avaro retratado por Gogol en las Almas muertas; a la usurera de Crimen y Castigo de Dostoievski. Alguno se nos escapará sin duda.

domingo, 5 de marzo de 2017

PASEO ARBITRARIO

Honorato de Balzac muere en 1850, tenía sólo cincuenta y un años. 1850 es el año en que nace el gran Mopas, es decir Guy de Maupassant, cuyos cuentos son sólo comparables a los del ruso Chejov, quizá el maestro del género. Chejov es unos años más joven que Mopas, pues nace en 1860. Maupassant muere muy joven, a la misa edad que Gógol, con cuarenta y tres años, en 1893. Gógol en 1852. Chejov con cuarenta y cuatro en 1906.

Contemporáneo de Balzac es Henri Beyle, Stendhal. Los dos habían nacido en el siglo XVIII. Victor Hugo en 1802. Que poca gente ha leído realmente Los miserables. La gente va al cine y se cree que lo ha leído. Así son las cosas. Stendhal tiene treinta y dos años en 1815, cuando ocurren la vuelta del Ogro durante los cien días, Waterloo y el nacimiento de Anthony Trollope. El malvado Thénardier saquea los cadáveres de la batalla, manosea a los coraceros muertos, roba relojes –esos relojes con retratos en miniatura y mechones de pelo de recuerdo- y arranca piezas dentales. Balzac que había nacido en 1799 tiene dieciséis, Dickens es un niño de tres años pues nace en 1812. El año anterior había nacido Thackeray.

Nicolás Gógol, viene a ser de la quinta de Stendhal y de Balzac, aunque más joven que el primero, le separan sólo unos años del segundo pues Gogol es de 1809. Es como un eslabón que enlaza a los dos franceses con los dos ingleses. Muere en 1852, dos años después de Balzac. Escriben por tanto en la misma época. Las Brontë aprietan siguiéndoles de cerca, pues Charlotte (Juana Eyre) es de 1816 y Emily (Cumbres Borrascosas) de 1818, como Iván Turgueniev, autor de los extraordinarios Diarios de un cazador. Gustavo Flaubert nace en 1821 y Juan Valera en el 24. Son plenamente coetáneos, aunque Valera sobrevive muchos años al autor de Madama Bovary y tendrá tiempo de ser el descubridor de Rubén Darío, pues llega al siglo XX. Muere en 1905, con ochenta y un años. Flaubert había muerto en 1880 con cincuenta y nueve. Turgueniev en 1883 con sesenta y cinco. Tolstoi que había nacido en 1828 les sobrevive a todos. Muere en 1910, a la edad de ochenta y dos años, uno más que Valera.

Bécquer y Rosalía de Castro nacen en el mismo año, 1837. Rimas y leyendas, Cantares gallegos... En 1839, en el Brasil, nace Joaquim Machado de Assis, que publicará Los papeles de Casa Velha en 1885 y vivirá hasta 1908.

En la década del cuarenta nacen José María Eça de Queiroz, quizá el más grande de todos los novelistas, en 1845; el extraordinario Galdós - Fortunata y Jacinta, Misericordia, La desheredada, los Episodios…-, en 1843, el mismo año que Henry James, y Zola en 1840. En la del cincuenta doña Emilia, 1851; Clarín, 1852; Maupassant, ya lo hemos dicho, 1850 y Conrad, 1857. Décadas prodigiosas, inagotable vivero de lecturas. Todos ellos salvo Maupassant llegarán al siglo XX. Queiroz por los pelos pues muere en 1900 con apenas cincuenta y cuatro años, La ilustre casa de Ramires, La ciudad y las sierras, Alves y compañía, La capital y un sinfín de crónicas sobre sus estancias fuera de Portugal se publican póstumamente. Para Valle-Inclán habrá que esperar a 1866.

Los Papeles Póstumos del Club Picwick - por los que sentimos absoluta predilección- y Oliverio Twist se publican entre 1836 y 1838. La Cartuja de Parma se publica en 1839, Madama Bovary en 1856, Los Miserables en 1862; Guerra y Paz en 1869, Ana Karenina en 1875; La Regenta en 1884 y 1885, un tomo cada año. 1887 es un año extraordinario, pues se publican Fortunata y Jacinta, la Reliquia, Los Pazos de Ulloa y La Madre Naturaleza. Los Maia en 1888. Tío Vania en 1897. Lord Jim entre 1899 y 1900.

La Comedia Humana se escribe sin descanso, hasta la extenuación, entre 1829 y 1850. Balzac nos dice en el prólogo hablando del escritor: “Pocas obras resultan en mucho amor propio, mucho trabajo resulta en una infinita modestia”.

Hasta aquí.

miércoles, 13 de junio de 2012

UN MAL FUMEQUE.


Para esa famosa historia española del cigarro puro, en proyecto, que sería réplica y alternativa a esos libros que consiguen la gesta de escribir sobre habanos sin mentar a España, citando casi en exclusiva a personajes y fumadores anglosajones, este pasaje extraordinario del extraordinario Galdós.
Describe con su genialidad sencilla, como disimulada, los efectos terribles de fumar en ayunas un mal puro. Decimos que en ayunas, aunque al principio del texto se habla de que el protagonista ha comido. Es un decir. La descripción del puro es terrorífica (… el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices…), la de sus efectos hasta el desmayo no lo es menos. En fin, alabar a estas alturas a Galdós es un poco de Perogrullo. Quizá no lo sea recomendar su lectura, porque cada página es un descubrimiento. Del doctor Centeno, desconocíamos hasta hace poco incluso su existencia, y ha sido toda una sorpresa.
Aquí va el texto:
Después de comer como los señores, piensa mi hombre que fumarse ricamente un puro es cosa también muy conforme con el señorío. ¡Lástima no tener fósforos de velita para echar al viento la llama y encender, a estilo de caballero, en el hueco de la mano! El héroe coge el cigarro, lo examina sonriendo, le da vueltas, observa la rígida consistencia de las venas de su capa, admira su dureza, el color verdoso de la retorcida yerba, toda llena de ráfagas negras y de costurones y cicatrices como piel de veterano. Parece, por partes, un pedazo de cobre oxidado, y por partes longaniza hecha con distintas sustancias y despojos vegetales. ¡Y cómo pesa! El héroe lo balancea en la mano. Es soberbia pieza de a tres... ¡Fuego!
Un papelillo entero de misto se consume en la empresa incendiaria; pero al fin el héroe tiene el gusto de ver quemada y humeante la cola del monstruo. Este se defiende con ferocidad de las quijadas, que remedan los fuelles de Vulcano. Lucha desesperada, horrible, titánica. El fuego, penetrando por los huecos de la apretada tripa, abre largas minas y galerías, por donde el aire se escapa con imponentes bufidos. Otras partes del monstruo, carbonizadas lentamente, se retuercen, se esparrancan, se dividen en cortecillas foliáceas. Durísima vena negra se defiende de la combustión y asoma fiera por entre tantas cenizas y lavas... Pero el intrépido fumador no se acobarda y sus quijadas sudan, pero no se rinden. ¡Plaf! Allá te va una nube parda, asfixiante, cargada de mortíferos gases. Al insecto que coge me le deja en el sitio. Síguele otra que el héroe despide hacia el cielo como la humareda de un volcán; otra que manda con fuerza hacia el Este. El ocaso, el cierzo son infestados después. ¡Con qué viril orgullo mira el valiente las espirales que se retuercen en el aire limpio! Luego le cautiva y embelesa el fondo de país suburbano que se extiende ante su vista, el cual comprende el Hospital, la Estación, fábricas y talleres remotos y por fin los áridos oteros de los términos de Getafe y Leganés. No lejos de las últimas construcciones se nota algo que brilla a trechos entre los pelados chopos, como pedazos de un espejillo que se acaba de romper en las manos de cualquier ninfa ribereña. Es el río que debe su celebridad a su pequeñez, y su existencia a una lágrima que derramó sin duda San Isidro al saber que estos arenales iban a ser Corte y cabeza de las Españas. El héroe mira todo con alegría, y después escupe.
Contempla la mole del Hospital. ¡Vaya que es grandote! La Estación se ve como un gran juguete de trenes de los que hay en los bazares para uso de los niños ricos. Los polvorosos muelles parece que no tienen término. Las negras máquinas maniobran sin cesar, trayendo y llevando largos rosarios de coches verdes con números dorados. Sale un tren. ¿A dónde irá? Puede que a la Rusia o al mesmo Santander... ¡Qué tié que ver esto con la estación de Villamojada! Allá va echando demonios por aquella encañada... Sin ponderancia, esto parece la gloria eterna. ¡Válgate Dios, Madrid! ¡Qué risa!... Al héroe lo entra una risa franca y ruidosa, y después vuelve a escupir.
¿Pues y la casona grande que está allí arriba con aquella rueda de colunas?... ¡Ah!, ya, ya lo sabe. Paquito el ciego se lo ha dicho. Ya se va destruyendo. ¡Sabe más cosas...! En aquella casa se ponen los que cuentan las estrellas y desaminan el sol para saber esto de los días que corren y si hay truenos y agua por arriba... Paquito lo ha dicho también que tienen aquellos señores unas antiparras tan grandes como cañones, con las cuales... Otra salivita.
¿Pero qué pasa? ¿Los orbes se desquician y ruedan sin concierto? El Hospital empieza a tambalearse, y por fin da graciosas volteretas poniendo las tejas en el suelo y echando al aire los cimientos descalzos. La Estación y sus máquinas se echan a volar, y el río salpica sus charcos por el cielo. Este se cae como un telón al que se le rompen las cuerdas, y el Observatorio se le pone por montera a nuestro sabio fumador, que siente malestar indecible, dolor agudísimo en las sienes, náuseas, desvanecimiento, repugnancia... El monstruo, vencedor y no quemado por entero, cae de sus manos; quiere el otro dominarse, lucha con su mal, se levanta, da vueltas, cae atontado, pierde el color, el conocimiento, y rueda al fin como cuerpo muerto por rápida pendiente como de tres varas, hasta dar en un hoyo.
Benito Pérez Galdós
El doctor Centeno