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martes, 18 de octubre de 2011

ALFONSITO CABRAL CON UN PURO

Alfonsito Cabral con un puro

Le hemos pedido prestada la reproducción que encabeza este artículo al Ministerio de Cultura, aunque él no lo sabe. Si se entera, creemos que no le importará, pues, tratándose de una obra ya divulgada, la incluimos solamente para comentarla, sin afán lucrativo (por más que lo intentamos somos incapaces de lucrarnos) y como pretexto para nuestro afán digresivo.

La reseña de inventario del cuadro la encontrará el lector al final de estas líneas.

En estos tiempos de zozobra hay que esforzarse por ver lo que de positivo tenga la realidad. Para que la ofuscación producida por el veneno que destila nuestra triste vida pública no acabe por sumirnos en un estado de completa ceguera, ni amargando nuestro carácter de hombre moderno, ya de por si temeroso y sobrecargado de neurosis de todo pelo. También es importante, de vez en cuando, y no sólo en tiempos de crisis, ya sea ésta nacional o personal, irse a otro lado. Iba a decir escapar, que a veces también, pero no es necesario sentirse agobiado para, de vez en cuando, pasar al lado, abrir la puerta, cerrarla sobre si, desaparecer un rato, y luego regresar. Por supuesto, está el recurso de la nube de humo azul. Es el primer conector con los mundos paralelos, reforzado por ejemplo por la lectura. Pero hay más, y afortunadamente dirán algunos.

Madrid ofrece una manera sencilla de pasar “al lado” que consiste en visitar el Museo del Romanticismo, antes Museo Romántico[1]. Esta visita cumple la doble función mentada: la de inocular en el visitante la dosis de influjo positivo antidepresor, sin contra indicaciones, y la de llevarle de visita un rato, lejos de lo propio, lejos del ajetreo.

El visitante se encuentra ante una colección de una riqueza, variedad y belleza sorprendentes, presentada de una manera cuidada, bien organizada, dónde no fuimos capaces de percibir un detalle fuera de lugar. Conocíamos el mueso en su etapa anterior y creemos que la reforma ha merecido la pena. Se ha conseguido preservar la sensación de pasear por una casa, de salón en salón, asomándose más adelante a las intimidades de los cuartos, a la sala de juego de los niños, al tocador femenino, al despacho rotundo y macizo. Se encuentra uno acogido en una casa que merece la pena, dónde se habla bajo, no se corre, no existen la electrónica, ni los teléfonos, los cuadros son de verdad y no hay montajes audiovisuales, ni bandas sonoras y además, ¡además!, hay un salón de fumar. Tapizado en colores ocres, de estilo orientalista, saturado de alusiones románticas a los moros de España que vieron por todas partes los viajeros de entonces, no se sabe muy bien cómo. En el salón de fumar, recogido, de techos muy altos como toda la casa, propicio a la soledad o a la tertulia mecida por el tirar del cigarro, se encuentra una vitrina con distintos objetos alusivos a la condición del lugar: pitilleras, pureras de distintos materiales (carey, nácar, piel estampada e incluso cuero forrado de “petit point”[2]) ceniceros, asientos apropiados, etc.

El visitante curiosón podrá además detenerse ante un extraño objeto parecido a las antiguas hueveras sobre las que se disponían, en forma circular, los huevos cocidos, y que todavía pueden verse en algún “bistrot” parisino, si no ha cerrado el último mientras esto se escribe. Se trata por tanto de una suerte de huevera, en la que los huevos se sustituyen por cigarros. Estos se mantienen de pie, sujetos por dos aros circulares, uno para la cabeza y otro para el pie de cada uno, a su vez fijados alrededor del vértice que forma la estructura y el pie de la cosa.
No hay rastro de objeto alguno relacionado con el mantenimiento de la humedad del habano. El que esto escribe recuerda haber leído algo sobre la sequedad de la mayoría del tabaco fumando en el s. XIX, fuera del área de producción o lejos del mar y de su humedad natural. Tabaco seco, suponemos que a la manera de la Farias que todavía puede fumarse en la España interior. La hemos probado y disfrutado en las dos Castillas, la Vieja y la Nueva, seca y todo. Esta Farias seca es la que para fumarse necesita a veces de la ayuda de una tira de papel de fumar, con la que se la recubre en parte, de manera que el humo no se filtre por la fisura producida por la sequedad, que ha podido quebrar, en algún punto, la capa del cigarro. Es lo que Cela llama en su Viaje a la Alcarria, “puros con gabardina”. Habría que discutir que es lo que le sucede al cigarro seco, si se quiebra la capa, si se deshace, si se descascarilla y así.

Un poco más adelante, al llegar a la sala de billar (sala que no puede faltar en una casa que se precie, yo tengo una particularmente amplia y bien surtida dónde el jugador se encuentra a sus anchas para manejar el marfileño taco), se produce la sorpresa, el encuentro con Alfonsito. Antes de seguir una digresión más: Me perdonaran el crítico de arte, el historiador, el artista, el hombre de mundo, por la forma en que paseo por salones tan nobles, y por lo forma burda en que me acerco a la pintura a través del tabaco. ¡Pero me embarga tal alegría al poder deambular por este lugar, lejos de la acidez contemporánea, del berrinche político, es todo tan español y tan hermoso! ¡Es tal el placer de poder asociar por un rato España con belleza! Todo se hace un mero disfrutar, se pasea uno por aquí con una sonrisa en los labios y el mirar iluminado, y querría uno sentarse a charlar largas horas, completando la serenidad del lugar con las sutilezas del humo azul y de la amistad, para que ambas insuflaran un poco de vida y verdad al palacio hierático en su función de museo. Y en este estado de ánimo, cigarro en boca, cabeza humeante, damos (que no topamos) con Alfonsito.

El cuadro es un retrato clásico, de cuerpo entero, figura en perspectiva, en primer plano, con un paisaje que pensamos del sur de España, por la pita (tal vez agave o aloe) y el perfil de la torre, agiraldada y … por el pintor que es un costumbrista sevillano. Una pierna ligeramente adelantada acompaña el gesto serio del personaje, al dar a la figura un aire de prestancia física, de juventud vigorosa. El retratado no es ya un niño pero, paradójicamente, la mano que sujeta el puro, todavía regordeta, nos recuerda que no tiene la infancia lejos aún. No es mano de viejo rechoncho, es más bien manita, manecilla, rosada y delicada, de niño señorito que no ha trabajado con ellas. No son maninas de guarro como decía uno, mirando las propias, gruesas, estriados tabones de tierra parduzca. Tenemos además la pista del rostro sonrosado, de piel infantil e imberbe, todavía mofletudo.

Alfonsito Cabral va elegantemente vestido. Tal vez para la ocasión. Lleva traje corto que parece nuevo. Se lo ha hecho a medida un sastre. Más para pasear por la feria y posar ante el pintor, que para gastarlo en faenas camperas, de trashumancia vaquera, de noches a la intemperie, encierro y desahije de reses bravas, de apartar la corrida, garrocha en mano. El chaleco y la chaquetilla están impolutos, como el sombrero calañés, de medio lado como mandan los cánones y la faja de material noble y color encendido, que no tienen una mota de polvo, ni un rasguño. También impecables la calzona y los caireles, las polainas y los botines, ni gastados por el roce del estribo, ni teñidos por el sudor de los costados de la jaca campera. Sobre el brazo izquierdo el marsellés, que sujeta con despreocupación. Forma parte de la indumentaria para el retrato, pues el día es soleado y la gruesa prenda no es necesaria. Y en la mano derecha el cigarro puro, encendido, pues en el cuadro puede apreciarse un hilo tenue de buen tabaco. Alfonsito no fuma tagarninas, no.
Al no tener el cuadro delante cuando esto escribo, sino una simple imagen para identificarlo y que el lector paciente se haga una idea, de la pintura no puedo decir mucho. Recuerdo la sensación de obra bien pintada, clásica, buena, semejante a otras pinturas que cuelgan de las paredes del museo, costumbrismo romántico de nuestro siglo XIX. Buscando más el realismo con su detalle que la originalidad o la sorpresa, pero, por su oficio y excelente factura, capaz de ponernos en presencia del retratado, con el que casi podemos hablar.

Alfonsito tiene genio, a que negarlo, en plena afirmación de la personalidad nos mira directamente a los ojos, sin timidez ni rubor alguno. Vaya con el niño. Dicen sus papás, un poco cansados, que es un trabucaire y que no para quieto. ¡Y que soponcios decimonónicos les da! ¿Qué años tendría Alfonsito cuando le retrataron? Resulta difícil adivinarlo hoy en que los cuarentones son todavía niños imberbes y llorones, faltos de carácter. ¡Y Alfonsito, tal vez con dieciséis años, fumándose un puro! Que alegría da verlo. ¡¡Que escándalo para nuestra sociedad tutelada y prohibicionista!! ¿Qué dirán nuestras ministras, tan nulas, tan zerapias? Esperemos que no se acerquen al museo del romanticismo. Lo pasarían mal en esa casa de estructuras tan sólidas, de estilo tan definido, dónde todo no vale. Dónde una estampa del General Cabrera convive con un retrato de Espartero o de la reina borbona, ajenos a memorias normativas. Dónde nada se entiende si no se ha estudiado (¡al menos un poco, Alfonsito!), dónde está tan presente España. Y tal vez, angustiadas y vengativas, paletas, al pararse delante del cuadro de Manuel Cabral, de familia de pintores, de padre pintor y académico, tal vez mandaran borrar de inmediato ese cigarro impuro, ese humo intoxicante, en nombre de su vacío correcto de burguesa bien-progre-pensante.

Por cierto, no había quedado mal del todo el final, pero seguimos un poco. Creemos que este retrato sería una excelente portada para esa historia española del tabaco en la que estamos trabajando, y de la que en sucesivos números de Cepo Gordo hemos ido dando retales al lector avispado.
NBF


Inventario
Objeto/Documento
Autor

Título
Datación
Materia/Soporte
Técnica
CE0904
Cuadro
Cabral y Aguado Bejarano, Manuel (Lugar de Nacimiento: Sevilla, 1827 - Lugar de Defunción: Sevilla, 1890-1891)
Alfonsito Cabral con puro
1865
Soporte: Lienzo
Pintura al óleo



[1] Muy acertado el cambio de denominación. Me comentaba una de las celadoras que, con los tiempos que corren, eso de “museo romántico” había dado lugar a muchos equívocos y escenas chuscas e incluso subidas de tono al pretender los visitantes más jóvenes hacer uso de su libertad de frotamiento y derecho de cópula en los nobles salones del palacio, todo conforme al programa escolar, eso sí.
[2] El detalle de la purera forrada de “petit point” es extraordinario y enternecedor. Imaginamos tiernas escenas de la vida conyugal, tal vez una sorpresa amorosamente preparada, quizá una labor de las horas íntimas en las largas tardes de invierno, el fumando, ella cosiendo, como dice la canción.